Una de las cosas que más me gustan (y me gustan unas cuantas, créanme), es conducir. Por razones de mi trabajo, todas las mañanas realizo en coche un trayecto de no más de cinco kilómetros, que sin embargo me agota durante una hora de reloj… Y de atascos insufribles.

Estar durante una hora diaria, a solas, encerrado tras los cristales que al exterior solo vierten tu imagen, pero que sin embargo te permiten ser testigo de multitud de acontecimientos, puede ser asfixiante… A no ser, que aprendas a integrarte en ese contexto cotidiano en el que te mueves, y al que perteneces.

Naturalmente, un trayecto más o menos largo por la ciudad tiene, además de los atascos, otras perspectivas a las cuales podemos asomarnos con una pequeña sonrisa, para empezar la jornada con optimismo. Veamos:

El conductor que se detiene a mi derecha (obligado por el mismo semáforo que me detiene a mí), se entretiene en mirar con ansiedad su teléfono móvil, que parece haberle declarado la indiferencia más absoluta, porque no le obsequia con una triste llamada que llevarse a la oreja. ¡Cuánta soledad y abandono!

Por cierto que (hablando de la oreja), el conductor de mi izquierda se acuerda de que hace un rato (¿O tal vez haga 2 horas?,… ¡Se pierde tanto tiempo en un atasco…!), cuando se levantó, se afeitó, se cepilló los dientes, se lavó la cara, se perfumó… Pero no se desatascó los pabellones auditivos (y hay tanto por escuchar…), así que aprovecha la coyuntura (el semáforo, ¿recuerdan?) y con verdadero frenesí introduce todo lo que encuentra a mano para tal menester: un bolígrafo, el meñique,…

Todo vale para escuchar con nitidez las nimiedades del día.
Menos mal que el semáforo se ha puesto verde y así, el del móvil y el del bolígrafo, se pueden dedicar a otra cosa… Y de paso, nosotros los perdemos de vista… Un rato. Hasta el siguiente semáforo.

Al haber hecho ya la radiografía de estos pacientes de la congestión, me despreocupo de ellos y durante la pequeña fracción de tiempo que permanece en rojo el semáforo siguiente, me centro en el motorista que ha hecho verdaderas demostraciones de equilibrio pasando entre los coches que apenas le dejaban paso, para, por fin, situarse el primero en la cola a la espera del ansiado verde (¿se han fijado en que, por lo general, los motoristas no guardan cola como los sufridos conductores de turismos, furgonetas y camiones… Ah, y autobuses?). Ávido por llegar antes, mi vecino motorista mira con impaciencia esperando luz verde y mientras, dando acelerones infrahumanos me obsequia con el exasperante sonido del motor de su máquina que está pidiendo a gritos un silenciador.

¿Dónde demonios están los controles de contaminación acústica?

Una manzana más allá, otro sufrido ciudadano encuentra su deleite en buscar tesoros ocultos… En sus fosas nasales; primero en un lado, luego en el otro, busca, busca… Y claro está, ¡encuentra! Observa su hallazgo con aprobación, lo redondea entre sus dedos índice y pulgar, para, finalmente…
No les digo dónde acaba el hallazgo de este convecino del atasco, porque el semáforo se ha puesto verde (yo me estaba poniendo blanco de las náuseas) y sigo mi camino que, afortunadamente, como es primavera, me obsequia con otras estampas también típicas de la ciudad, aunque éstas sin embargo, caminan, apaciblemente o con prisas por la acera, contoneando sus caderas (¡qué bien lo hacen!, parece que hubieran estado toda la vida entrenando…) y propiciando coquetas el vuelo de sus vestidos estampados, que oxigenan la ciudad con ese aire fresco que seguramente también percibió mi admirado Luis Arribas Castro, cuando dijo «la ciudad es un millón de cosas».

Que cada día se repiten, créanme.

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